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Tuve la mala suerte de recibir un tiro en el estómago, aunque me taponaron rápidamente la herida había perdido mucha sangre y tenía todas las constantes del que va a morir rápidamente: la piel blanquecina, tiritaba, los labios amoratados, no tenía fuerzas. Era cuestión de minutos que perdiera la vida.
En esa espera estaba cuando apareció un médico brigadista internacional, hablando en inglés, era canadiense. Traía un camión-ambulancia y varios ayudantes enfermeros. Me preguntaron si conmigo podría hacer un experimento, si tenía éxito me salvaría la vida. Asentí con la cabeza, que otra cosa podía hacer. Estábamos en el frente, en primera línea y las bombas seguían cayendo. Me tumbaron en una camilla, me pincharon en vena en un brazo y vi como desde una bolsa que contenía sangre me la metían en mi cuerpo a través de un tubo.
Con la primera bolsa desapareció el color amoratado de los labios. Con la segunda recuperé la sonrisa, el habla y la energía. Estaba eufórico, me levanté y le di un abrazo prolongado que estoy seguro le hizo daño. No sabía cómo agradecérselo, grite "viva yo", las bombas seguían cayendo.
Gracias a personas tan generosas como Norman Bethune sigo con vida, en cuestión de horas salvó a 11 compañeros jóvenes. Norman acababa de descubrir la transfusión de sangre sin que esté físicamente el donante.
Meses después, en la batalla del Jarama, en un bombardeo fascista sobre una columna de camiones que transportaba tropas republicanas al frente, me asesinaron en la carretera de Perales de Tajuña. Mis pertenencias se la enviaron a mi madre. Al finalizar la guerra, la represión fue tan dura, que por miedo, mi madre y mi hermana Margarita enterraron junto a la tapia del convento de monjas los objetos y documentos referentes a mi pertenencia al Ejército Republicano y allí siguen.
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